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Casas en ruinas de la literatura colombiana

Una mansión abandonada que ya estará cubierta de maleza y dos casas devoradas por el infortunio ocupan páginas inmortales de tres clásicos colombianos.

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Ciénaga, Magdalena
Foto: Alberto Medina López

En las ruinas habita silenciosa la belleza. Una pared solitaria, un esqueleto de cemento en cuyo interior bailaron y sufrieron los integrantes de una familia, una puerta sin aldabas que se sostiene en pie, el hueco de una ventana en la que el viento mueve la última hilacha de las cortinas o una casa transformada en guardería de murciélagos, son al mismo tiempo memoria y olvido.

La casa de los Buendía en Macondo, el pueblo que creó Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, quedó abandonada a su suerte por el amor incestuoso de Amaranta Úrsula con el último de los Aurelianos. Los amantes, que solo tenían tiempo para la pasión, se refugiaron en la alcoba y dejaron la casa a expensas de la “voracidad de la naturaleza”.

El resto de la casa se rindió al asedio tenaz de la destrucción. El taller de platería, el cuarto de Melquiades, los reinos primitivos y silenciosos de Santa Sofía de la Piedad quedaron en el fondo de una selva doméstica que nadie hubiera tenido la temeridad de desentrañar.

No muy lejos de Macondo, en otro pueblo imaginario llamado Cedrón, la casa de Celia era un muerto viviente. Héctor Rojas Herazo es el artífice de Respirando el verano.

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…la casa se desprendía a pedazos y las vigas caían en la noche como los costillares de un cadáver…

La abuela Celia se negaba a derribarla. Sentía que eso era como morirse antes de tiempo porque ella y su casa eran indivisibles. Las ruinas de la vivienda equivalían a las ruinas de su cuerpo envejecido.

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Once hijos, paridos en la cama grande que parecía un escenario y cuyas columnas servían ahora como dormitorio de las gallinas, se habían nutrido de ella, la habían convertido en esa cáscara seca, en ese bultico de trenzas amarillas sacudido por la brisa marina que penetraba en el patio.

Otra propiedad, abrasada por el calor del sol y ubicada quizá en tierras del Tolima, también cayó en desgracia. Era la casa de don Graciliano que Álvaro Mutis bautizó como La mansión de Araucaíma. El enorme caserón quedó sometida al polvo y a la muerte, cuando el último de sus ocupantes cerró las puertas para escapar de las tragedias que se tomaron ese reino de la lujuria en que se convirtieron sus cuatro paredes. El fraile fue el último en salir.

Al partir cerró todas las habitaciones y luego el portón de la entrada. La mansión quedó abandonada mientras el viento de las grandes lluvias silbaba por los corredores y se arremolinaba en los patios.

Al igual que los seres que rondan el relato gótico de tierra caliente, como lo ubicó espacialmente su autor, la mansión quedó al vaivén de los avatares de la desesperanza. El lector no es testigo de la degradación de la enorme casa, pero no cabe duda de que la tierra caliente con sus bichos milenarios y sus plantas trepadoras lo sepultará todo.

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En esas casas de la imaginación, abandonadas a su suerte, se quedaron a vivir por siempre y para siempre los fantasmas de la ficción.

En las casas de la realidad, las cosas no son distintas. Si aún están en pie, sus ruinas son la memoria de lo que fuimos porque guardan el pasado de los ancestros, la nostalgia de la fiesta y el dolor de los sepulcros.

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Las ruinas de una casa son la memoria viva de un mundo olvidado que se niega a desaparecer. En esa contradicción de memoria y olvido habita su belleza.

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