El escritor neoyorkino Herman Melville convirtió las oficinas imaginarias de un abogado en Wall Street en el escenario de la historia de un amanuense sin esperanza.
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Bartleby, el protagonista del relato, entró a trabajar como escribiente, pero en lugar de ejercer el oficio, como sus compañeros, se pasaba todo el día detrás de un biombo con la mirada perdida en el muro que daba a la ventana.
Todas las misiones que le encomendaba el jefe terminaban con la misma respuesta, eso sí, pronunciada respetuosamente: “Preferiría no hacerlo”. El jefe terminó atrapado entre la inutilidad del subalterno y la compasión que le suscitaba desde que descubrió que había convertido la oficina en su casa. El hombre era un solitario, no salía del lugar, ni tenía vida pública.
Al principio lo soportó por pesar, pero le llegó el hastío y lo despidió. Aun así, no se iba porque “prefería no hacerlo”. El abogado entregó la oficina a sus dueños para librarse de él, pero fue necesario sacarlo con policía y ponerlo en prisión. Allí, sorpresivamente, la muerte se llevó al extraño personaje, cuyo pasado era un enigma.
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Solo un rumor sobre su historia personal explicaría las razones de ese extraño comportamiento, pero como esta columna lo que invita es a leer me reservo la información. Lo que sí les transcribo son unas líneas finales de Melville.
Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza.
Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.
El escribiente pertenece al tipo de hombres a los que la vida los arroja hacia la nada, como si esa nada fuera un punto de la geografía de la desesperanza.
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