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Jorge Eliécer Gaitán: el anhelo de la reforma

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Jorge Eliécer Gaitán empleó casi toda su vida en buscar la mejor forma de ser rebelde. Sin miedo a la oligarquía se atrevió a recorrer Colombia para mostrar la necesidad de revolucionar al país. Fue un político atípico, inflamado de principios que tocó y llenó de valor a la gente que nunca antes había tenido voz y voto.
La revolución emprendida por el caudillo fue, según el columnista de El Espectador Gonzalo González, una quimera locura que lo llevó a crear "escuelas ambulantes, a embetunar calles bogotanas, a suprimir tranvías arteriales y a imponer al Sindicato de Choferes pantalón de caqui, boinas, altas botas y guerrera con botones dorados".
Todos, en su momento, encontraron un día que Gaitán, de obsesión en obsesión, había llegado a convertirse en un caudillo de absoluta influencia. Idea tras idea fue arrebatándole a López terrenos de simpatía popular, borrando la niebla que cubre la figura de jefe para buscar en el pueblo un liberalismo renovado.
A Gaitán, el dueño absoluto del ágora, le apagaron su voz el 9 de abril de 1948. La multitud se levantó enloquecida. Según los reportes de prensa ese día cayeron sin vida 1.200 manifestantes. Las mujeres desafiaban con machetes a hombres embriagados. Los disparos de los fusiles retumbaban en las casas y edificios que poco a poco fueron consumados por el fuego. Algunas personas aprovecharon el desorden para robar alimentos, prendas de uso personal y mantas. Las pérdidas materiales superaban los 68 millones de pesos, 3.000 personas resultaron damnificadas.
En el libro "Mataron a Gaitán", Herbert Braun cuenta que en las primeras horas de la mañana del 10 de abril, las calles de Bogotá estaban desoladas, mientras en la Clínica Central, donde fue llevado el caudillo, doña Amparo esperaba la entrega del cuerpo. Pedro Eliseo Cruz, amigo de Gaitán, buscó un ataúd sencillo en una funeraria cercana. "Al no poder conseguir una carroza ni un camión, el ataúd fue colocado en una zorra. Lentamente recorrieron el camino desde el centro de Bogotá a la casa, unas treinta cuadras al norte".
En medio de dolor, doña Amparo se negó a autorizar el entierro de su esposo mientras Ospina Pérez, el presidente de la República, no fuera derrocado. Incansablemente insistió en que el asesinato de Gaitán era un crimen político planeado en manos de las altas esferas del gobierno conservador.
Un día después de la tragedia, dice Braun, se realizaron pocas de las aspiraciones de los gaitanistas. No se veía por ninguna parte el cambio del gobierno que habían esperado se produjera durante la noche. "Las calles vacías estaban patrulladas por soldados a quienes no conocían. Las estaciones de radio que solían escuchar estaban en silencio, y sólo podían conseguirse algunos ejemplares de El Liberal y El Tiempo; El Espectador y El Siglo no aparecieron. A través de lacónicos e intermitentes anuncios en la Radio Nacional llegaba la noticia de que el régimen conservador permanecía en el poder".
Los liberales perdieron la única esperanza que le quedaba. Gaitán fue la imagen del pueblo que se enfrentó sin temor a los políticos tradicionales. Aunque las elecciones presidenciales previstas para junio de 1950 se convirtieron en el todo y la nada de la vida pública, el adiós de Gaitán hizo que los colombianos llegaran a una conclusión: el país jamás llegaría a ser la gran nación que el caudillo soñó.
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