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“No somos ladrones, ni muertos de hambre. Somos seres humanos”: caminante venezolana

A Nubia le faltaba poco para ser enfermera y Jesús quiere trabajar muy duro para comprar una cámara fotográfica. Son historias que narran en su éxodo.
Esta es una carrera contra el tiempo, de grandes distancias, para los venezolanos errantes de estómagos vacíos. Cada descanso es un tiempo perdido para alcanzar su destino.
¿Por qué salió huyendo de su país?
“Huyendo como tal sería una palabra pequeña, salimos más bien corriendo”, dice Nubia, una de las venezolanas errantes.
El nudo del sufrimiento se atora en su garganta.
“Me falta poco para graduarme de enfermería y quería graduarme allá, mi mamá es maestra. Entonces es fuerte porque el sacrificio que hicimos y salir huyendo como si no fuéramos nadie”, cuenta.
Suelta verdades de a puño, habla de los tiempos en que los venezolanos estaban históricamente acostumbrados a recibir y ahora buscan ser recibidos por las naciones vecinas.
“Y quiero decirlo, somos venezolanos y estoy orgullosa, orgullosa, y no quiero que me sigan tratando mal ni que nos sigan diciendo venenos, ni que allá vienen los ladrones y los muertos de hambre porque no somos así. Somos seres humanos”, afirma con amargura.
Vea también:
Travesía de venezolanos errantes, así se vive en carne propia el éxodo más grande de Latinoamérica Sobre el asfalto se pierde la noción del tiempo. Solo se cuentan los kilómetros que faltan para alcanzar un nuevo refugio.
Hay un oasis, ubicado entre Cúcuta y Pamplona sobre la quebrada La Honda, lo cuida la familia de Orlando, gente de buen corazón que desde hace dos años recibe a los errantes que van de paso.
“Se relajan tantico de los problemas que sufrieron en el vecino país”, dice José Orlando Peñalosa, el anfitrión.
“Después de las cinco de la tarde se quedan acá, al otro día se les da el desayuno, se bañan y se van para Pamplona”, añade.
En el grupo va un joven de mirada triste. Es Jesús, tiene 17 años, viene del estado Táchira y quiere establecerse en Medellín donde le espera un amigo.
“Dejé a mi mamá que es la que siempre ha estado conmigo de que poco o mucho siempre me apoyaba. Le dije que iba a luchar por mi futuro y que quería una estabilidad tanto para ella como para mí”, relata.
El joven mochilero alimenta un sueño que lo impulsó a salir de su país natal: comprar una cámara fotográfica.
“La verdad allá en Venezuela ni trabajando 5 o 6 años puedo obtener una cámara, vengo con la meta de trabajar fuertemente para comprar mi cámara y meterme en el mundo de la fotografía”, dice alegremente.
Jesús, el muchacho de la mirada triste, hizo parte de los jóvenes resistentes venezolanos. Lleva consigo la máscara que uso mil veces en medio de la represión en las calles y el guante que le sirvió para repeler y devolver los gases lacrimógenos en medio de la confrontación.
“Tengo una máscara con la que salía a luchar día tras día. Es muy doloroso ver la sangre derramada por el que quiere luchar por un país”, cuenta.
Ya limpios, el dueño del lugar los reúne para calmarles el hambre con papas y trozos de carne que algunos no habían probado este año.
La llegada inesperada de venezolanos residentes en Colombia los agrupa. Traen consigo una bandera de Venezuela y pares de zapatos.
Es un encuentro sobrecogedor.
Se toman de las manos para entonar el himno nacional de Venezuela.
Son las gargantas secas de los venezolanos sin patria que llevan ya los zapatos rotos.
Eduardo, uno de los líderes del grupo de ayuda, calza a Anderson, el abogado mochilero.
Sus pies no aguantaron por las largas caminatas y se reventaron, cuenta que tuvo que vendarlos para continuar caminando.
“Yo decía, si Jesús caminaba en esos desiertos…cómo yo no hacerlo con estos zapatos. Me tropezaba pero ahí seguía luchando”.
Esta ha sido una parada importante para oxigenar el cuerpo y el alma. La imagen grabada lo significa todo.
Con los zapatos nuevos en alto, los errantes venezolanos dan las gracias a los hermanos que ya echaron raíces en Colombia.

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