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Manuel Vicente Molina Sierra, entre la muerte de su mamá y la batalla que no le pudo ganar al COVID

El profesor no logró salir triunfante de la pelea con el enemigo silencioso que azota al mundo, pero ya debe haber recibido el abrazo eterno de su viejita.

Manuel Vicente Molina
Manuel Vicente Molina Sierra y doña María Rufina

El día de su cumpleaños, Manuel Vicente Molina Sierra recibió la peor noticia en sus 48 años: doña María Rufina falleció aquejada por una cirrosis hepática que desarrolló silenciosamente por una hepatitis no contagiosa hace veinte años.

Manuel se derrumbó como todos en la familia Molina, pero a diferencia de los otros 5 hermanos, demoró en asimilar el llamado que le había hecho Dios a su viejita a los 84 años.

Al día siguiente del sepelio, en el occidente de Bogotá, Manuel Vicente Molina, docente de inglés en las universidades Pedagógica Nacional, Minuto de Dios y Católica, sorprendió a su esposa y a sus dos hijos. Madrugó a visitar la tumba de su madre, donde lloró amargamente la pérdida de su ser querido, a quien le había pedido un abrazo de cumpleaños. Hablaba en voz baja, le contaba su sufrimiento por la partida, oró por su alma y luego regresó a casa en bicicleta.

Fue un martirio que se repitió todos los días hasta que en una reunión familiar sus hermanos le aconsejaron aceptar su dolorosa pérdida terrenal, recibir la fortaleza de Dios y hacer un duelo de despedida final en La Vega, Cundinamarca, donde doña María Rufina Sierra y su esposo Roberto Molina, oriundos de Ubaté, tenían una modesta casa en la que pasaron los momentos más felices con toda la familia.

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Habían pasado 18 días desde la muerte, cuando un pequeño grupo de 15 personas se reunió en La Vega para celebrar una eucaristía y despedir a la ejemplar ama de casa, orgullo de todos.

Al día siguiente Manuel Vicente Molina volvió a sorprender a sus parientes. Antes del amanecer salió de la casa, no sin antes pedirle a una cuñada, la única que estaba despierta a esa hora, "orar por él".

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¿Para dónde iba tan temprano si no era muy afecto al deporte?

"Conejo", como le decía cariñosamente su hermano Pedro, porque en su niñez tenía los dientes un poco salidos, recorrió uno de los habituales paseos que había hecho con su madre por una zona semiurbana del municipio. Caminando lentamente, con cabeza agachada, pensativo y sollozando, llegó hasta el llamado puente colgante y derramó lágrimas en el mismo sitio donde se había tomado una fotografía con ella, imagen que llevaba con orgullo en su WhatsApp para que todos conocieran cuán feliz era a su lado y la falta que le hacía.

El inicio de otra tragedia: el COVID

Luego del duro regreso a la casa, su padre advirtió que "el muchacho", con quien durmió en la misma habitación, había pasado una mala noche, con mucha tos. Fue el principio de otra tragedia en la familia. Buscó al día siguiente que le hicieran la prueba COVID, pero era festivo y no fue posible. Todos volvieron a Bogotá, pero algo les advertía que la salud del maestro no estaba bien. A los pocos días su EPS les hizo la prueba COVID, pero Manuel siguió visitando la tumba de su madre, a pesar de la fatiga que comenzaba a sentir al viajar en bicicleta unos 20 minutos, desde el barrio Bochica hasta el parque cementerio Los Olivos.

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"Es solo un resfriado, como de gripa, pero ya me va pasando", repetía el docente a sus hermanos, a su padre y a los amigos que lo llamaban preocupados por su salud. Solo él supo el dolor que llevaba por dentro, pero el viaje a la eternidad de su madre era su máximo sufrimiento.

Cuando la prueba llegó habían pasado cinco días desde el momento de la toma y el virus avanzaba silenciosamente en sus pulmones hasta invadirlos jornadas después. Durante ese período Manuel nunca fue al médico, siguió cumpliéndole con todo rigor y esmero a sus alumnos y tomó remedios caseros, pero se agravó la noche del 23 de junio, y el 24, un mes después de la muerte de su madre, fue hospitalizado y en menos de dos horas debió ser intubado.

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"Me van a dormir hermanita”, fue lo último que dijo en chat a Miryam, quien estaba destrozada al verlo en las condiciones en las que lo encontró en el apartamento.

Este hijo de Ubaté era el más de los nobles, optimista, tomador de pelo y se entusiasmaba como nadie al asumir cualquier misión por simple que fuera, de esos hombres que le faltan al mundo en momentos como este. Gustaba del rock, el cine, el baloncesto de los Estados Unidos, el billar, cocinaba deliciosos platos y amaba con todo su corazón a su esposa Yeimi y a sus hijos Diego, de 14 años, y Santiago, de 21, quien simultáneamente con su padre resultó con el virus, sin saber de dónde había llegado. Tampoco había llegado la vacuna; curiosamente cuando batallaba contra la muerte en la UCI, entró a su celular un mensaje con la cita para la primera dosis.

Esos días fueron desesperantes para la familia, que ya había perdido por la pandemia el 29 de enero a la tía Josefina Molina, en Ubaté. La angustia y zozobra los acompañaron día y noche, esperando un reporte telefónico de su estado de salud o una conexión de video para expresarle que lo amaban, que era el más fuerte, que estaba en cadenas de oración y que pronto saldría triunfante. Pero el mundo se derrumbó nuevamente para los Molina el 2 de julio, cuando sus pulmones no aguantaron más.

Nadie se explica cómo el virus invadió su cuerpo causando daños irreparables sin sentir más que tos, algo de fiebre y molestia general, como él lo manifestaba; o tal vez el padecimiento que llevaba en el alma por la pérdida de su madre era más fuerte y no le permitió sentir ni medir el dolor físico que le producía el COVID. Hoy no siente dolor, goza de completa paz y seguramente está recibiendo el abrazo eterno de su viejita que tanto anheló en su triste cumpleaños.

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